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Wednesday, October 16, 2013


«Cuando pienso en mis últimos veinticinco años
me maravillo de cuán vacíos han sido.
No puedo decir que realmente he “vivido”.

Sólo los atravesé tapándome la nariz»
Yukio Mishima


Robert Palmer - Johnny and Mary

Thursday, June 25, 2009

Wednesday, November 01, 2006

Yukio Mishima


Kimitake Hiraoka nació en Tokyo en 1925 en el seno de una familia vinculada a la tradición de los samurais, pero desde que empezó a escribir adoptó el nombre de Yukio Mishima (Demonio Misterioso embrujado por la Muerte). Se educó con su abuela Natsuko que le introdujo en el gusto por el teatro y el interés por las letras. También se dice que fue ella quien influyó en su fascinación por la muerte. Cuando murió su abuela volvió con sus padres y pasó de una educación tiránica y sobreprotectora a una madre que le consentía todo. En 1943 ingresa en el ejército pero lo abandona debido a la tuberculosis. Se licencia en derecho y empieza a trabajar para el gobierno nipón pero abandona su puesto para dedicarse a la literatura.
Confesiones de una máscara, su primera novela, fue un escándalo y calificada como repugnante cuando se publicó en 1949. Es una novela semi autobiográfica en la que narra las luchas internas entre aceptar su homosexualidad y el deseo de querer ser igual que los demás, el deseo de amar que en un principio sólo concebía hacia las mujeres. De hecho, se casó en 1958 y tuvo hijos. Sorprenden los conceptos de confesiones y máscara ya desde el mismo título.


En este sentido, es esencial la escena del libro en la que contempla el cuadro de San Sebastián atravesado por dos flechas, marcará su carácter y anticipará su destino: la admiración a la belleza del cuerpo masculino, la fascinación por la sangre y la muerte, y finalmente el martirio y la autodestrucción como medios para alcanzar la belleza y la verdad. La representación de un joven casi desnudo atado con las manos a la cabeza a un árbol es una metáfora perfecta de las contradicciones entre admitir sus sentimientos homosexuales y seguir las rigídas normas sociales que imperaban en la cultura japonesa.


Fue un gran defensor de la cultura y tradición nipona, y consideraba que la decadencia moral y espiritual de occidente estaba destruyendo a la juventud japonesa. Por esta razón, intenta dar un golpe de Estado, junto a su grupo Tatenokai toma un cuartel del ejército donde se asoma al balcón y pronuncia su último discurso que fue incluso televisado. Tras el acto fallido Mishima y su compañero Masakatsu Morita se suicidaron mediante un seppuku, que resultó ser una auténtica chapuza. Aparte de que el propio Mishima no estuvo muy acertado en el momento de la espada, su kaishaku (asistente) tuvo que hacer hasta tres intentos para decapitarlo. Posteriormente, Masakatsu Morita intentó realizar su propio seppuku. Sus cortes fueron tan poco profundos que pidió a Hiroyasu Koga que realizara la decapitación.

He encontrado en YouTube este video tributo sobre la muerte de Yukio Mishima.

Confesiones de una máscara


Un día aprovechando que un resfriado leve me había impedido ir a la escuela, cogí unos cuantos volúmenes de reproducciones de obras de arte que mi padre había traído como recuerdo de sus viajes por tierras extranjeras, y los llevé a mi dormitorio, donde las examiné atentamente.(...)
Fue la primera vez que vi esos libros. Mi tacaño padre, llevado por el temor de que unas manos infantiles tocaran y mancharan los grabados, y temiendo asimismo -¡y cuán erróneamente!- que me sintiera atraído por las mujeres desnudas, había mantenido aquellos libros ocultos en los más profundos rincones de una alacena. (...)
Comencé abriendo un volumen por una de sus últimas páginas. Y de repente ante mi vista apareció, en un ángulo de la página siguiente, un cuadro que me causó la ineludible impresión de que había estado allí, esperándome, para que yo lo viera.
Era una reproducción del San Sebastián de Guido Reni que se encuentra en la colección del Palazzo Rosso de Génova.


El negro y levemente inclinado tronco del árbol de la ejecución destacaba sobre un fondo a lo Tiziano, formado por un bosque melancólico y un cielo sombrío y distante. Un joven de notable belleza estaba, desnudo, atado al tronco del árbol. Tenía las manos cruzadas en alto, por encima de la cabeza, y las cuerdas que le ceñían las muñecas estaban a su vez atadas al árbol. No se veían más ligaduras, y la desnudez del joven sólo la paliaba un burdo paño blanco, flojamente anudado a la altura de las ingles.(...) En el cuerpo del joven -que recordaba el de Antínoo, el amado de Adriano, cuya belleza tantas veces ha inmortalizado la escultura- no se veían rastros del duro vivir o de la decrepitud que en tantas representaciones de santos se ven. Contrariamente, en aquel cuerpo sólo había juventud primaveral, luz, belleza y placer.
Su blanca e incomparable desnudez resplandece sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos, brazos de guardia pretoriano acostumbrados a tensar el arco y a blandir la espada, están alzados en grácil ángulo, y sus muñecas atadas se cruzan inmediatamente encima de la cabeza. Tiene la cabeza levemente alzada y los ojos abiertos de par en par, contemplando con profunda tranquilidad la gloria de los cielos. No es dolor lo que emana de su terso pecho, de su tenso abdomen, de sus caderas levemente inclinadas, sino una llama de melancólico placer, como el que produce la música. Si no fuera por las flechas con la punta profundamente hundida en el sobaco izquierdo y en el costado derecho, parecería un atleta romano descansando de su fatiga, apoyado en un oscuro árbol de un jardín.
Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde dentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis. Pero la sangre no mana, y no hay aún la multitud de flechas que se ven en otras representaciones del martirio de san Sebastián. Esas dos solitarias flechas proyectan sus calmas y gráciles sombras en la tersura de su piel, como las sombras de una rama en una escalinata de mármol. Pero todas estas observaciones e interpretaciones son posteriores.


Aquel día, en el instante en que mi vista se posó en el cuadro, todo mi ser se estremeció de pagano goce. Se me levantó la sangre y se me hincharon las ingles como impulsadas por la ira. Aquella parte monstruosa de mi ser que estaba a punto de estallar esperó que la utilizara, con un ardor sin precedentes, acusándome por mi ignorancia, jadeando indignada. Mis manos, de forma totalmente inconsciente, iniciaron unos movimientos que nadie les había enseñado. Sentí que algo secreto y radiante se elevaba, con paso rápido, para atacarme desde dentro de mí. De repente estalló y trajo consigo una cegadora embriaguez...
Pasó cierto tiempo y, luego sintiéndome desdichado, miré alrededor de la mesa escritorio tras la que me hallaba. Un arce que crecía junto a la ventana proyectaba sobre todas las cosas un resplandeciente reflejo, lo proyectaba sobre un tintero, sobre mis libros escolares y mis apuntes, sobre el diccionario, sobre el cuadro de san Sebastián. Había salpicaduras blancas como las nubes en todas partes, en el título de letras doradas de un libro de texto, en el cuello del tintero, en un ángulo del diccionario. En algunos objetos las salpicaduras resbalaban perezosamente, con plúmbea pesadez, en otros lanzaban un brillo mate, como los ojos del pescado. Afortunadamente, mi mano, en movimiento reflejo, protegió el cuadro, evitando que el libro se manchara.
Esa fue mi primera eyaculación. Y también fue el principio, torpe y totalmente imprevisto, de mi “vicio”.
Yukio Mishima